jueves, 3 de julio de 2008

Sensaciones

El sonido de su dulce voz por el cable telefónico fue lo que lo motivó a salir esa noche. –Anímate, no tenemos nada que perder- fueron sus últimas palabras en aquella conversación. Así lo recordó Ramiro al estar sentado junto a ella en la butaca del cine.

Justo en ese momento él la observó a la luz de los fotogramas proyectados en la gran pantalla. Se dio cuenta de cómo le afectaban los diferentes tonos.

Por ejemplo el azul le hacia ver lo graciosa que podía llegar a ser, el rojo le recordaba las tardes matinales en la cuadra, el verde sólo traía versos confusos que más adelante logro entender.

Pero el que más le gusto fue cuando la sala entera del cine se tornaba purpura. Este color la hacía ver grandilocuente, a pesar que no son muchas las palabras que se pueden intercambiar en un cine; le otorgaba una gracia onírica, ya que esa noche no sería la primera vez que soñara con ella; le hacia sentir que mas que una diosa con ondas en sus cabellos rubios era un ser humano más, a pesar de que vivió toda la vida en el apartamento contiguo al suyo.

Sabía que las posibilidades de que se repitiera esta ocasión eran pocas, así que se dedicó de lleno al estudio del ser que, como toda la vida, tenia al lado. Quería convertir todas las imágenes en fotografías lo más fieles posible, aún sabiendo que la emoción puede alterar los recuerdos que se imprimen en el alma, convirtiendo así la sala en un estudio fotográfico donde los destellos luminosos de la proyección eran los flashes destellantes, las centellas con las que talló los elaborados recuerdos.

Detalló cada rincón de su rostro. La luz blanca le permitió deslumbrarse con sus ojos verduscos, que hasta ese momento habían pasado desapercibidos. El juego de luces le sugirió que aquella nariz sólo podía percibir los sutiles olores primaverales. La forma de sus labios era algo tan inquietante y sublime que sus pensamientos se aglutinaron de tal manera, que por primera vez tuvo que tomar un sorbo de su bebida como excusa para dejar de ver tal hermosura. Por un momento se sintió abrumado por tanta belleza y llego a pensar que sus ojos habían dejado de enfocar.

Por tal motivo decidió darle un descanso a su visión y le dio rienda suelta a su olfato. Al principio el olor dominante de las palomitas de maíz no le dejaba percibir aroma alguno de su compañera pero a medida que se concentraba, un olor afable y complaciente empezaba a invadir su nariz. El perfume que llevaba ese día era el con el que siempre se encontraba en el elevador al salir de casa. Era el perfume distintivo que tantas veces le llevó a pensar que los querubines habían pasado recientemente dejando su halo fragante, anunciando el paso inminente de la diosa.

Pensó cuantas veces retrocedió al sentir la fragancia y se reprochó el hecho dejando el paso abierto al gusto. Se imagino lo difícil que sería captar el sabor de ella, con lo que ideó un plan magistral. Requeriría de un esfuerzo sobre humano, mas para él se trataba de un ser sobre humano. Así se fijó en las palomitas que ella le negó el acceso a sus manos y seguidamente él las agarró entre sus dedos, ordenándole a sus manos no corromper los sabores. Se las llevó a la boca y empezó con la ardua labor. Lo primero que se le vino a la cabeza fueron los sábados de cine en compañía de sus primos. Luego logró identificar el sabor de la manteca, que para él en ese preciso momento era como un ser deforme que le impedía su misión. Cuando creyó que todo había sido en vano, llegaron a sus papilas las etéreas, pequeñas y tenues moléculas. Lo había logrado. Sintió su sabor. Le recordó los días en el parque cuando, en compañía de su familia y la de ella, salían de picnic y mordisqueaba los emparedados que venían de la cesta de la familia vecina. Nunca había podido identificar ese sabor, hasta ese día que supo que era sabor a ella. Era un sabor dulzón que escondía aromas, fragancias y emociones por descubrir.

Se juró no hacer nada en ese momento que le alterara aquel sabor, que supuso cercano a la gloria, dándole el turno a su piel de hacer su reconocimiento. No quería, sin embargo cometer una acción audaz que pusiera en riesgo aquel festín sensorial.

Sólo necesitaba un pequeño roce, y de nuevo las palomitas fueron sus aliadas en su justa cruzada. Justo cuando ella volvía por un puñado de palomitas él, poniendo la vista en la pantalla y, el alma y el corazón en el roce, con descuidada intención fingió un repentino interés en las palomitas. ¡Sucedió!. La tocó. Suavidad fue la palabra con la que su mente finita podía explicar aquella infinita sensación. Suavidad, pero no como lo suave de un pétalo, no suave como la fresca brisa matinal, sino suave como lo deben ser las nubes con forma de pluma. Todo su ser se metió de frente en esa nube, como lo hacen las aves en el cielo. Dejó que la nube lo cubriera y como en el vuelo, le causó turbulencia.

Sin saber que sucedía la sala fue iluminándose poco a poco como lo suele hacer el horizonte en el amanecer, para él fue despertar del mejor sueño que haya tenido. Se enfrentó a la realidad de las luces, y tratando de no parecer acalorado, prendió de su boca una sonrisa. Era el momento de escuchar su voz.

Era un sonido sutil, afrutado y un toque especiado, a la vez embriagante. Le recordó a los vinos tintos del sur. No podía dejar de escucharle, mas su cabeza estaba enfocada en sentir, no en entender. Él solo escuchaba. De vez en cuando su instinto le decía cuando asentir. Ella parecía sentirse cómoda con que por primera vez la escucharan con tal atención.

Hoy Ramiro se despierta cada mañana y recuerda ese gaudeamus de aquella noche. Pero ese recuerdo dura sólo unos pocos segundos, ya que ahora cada día para él sus sentidos pueden deleitarse con ella. Ya no es la diosa del apartamento de al lado, es su diosa. La puede sentir.

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